Has pensado....

: : : ―Deberías ver los ojos de Axel ―contesté dándole la espalda mientras caminaba hacia la ventana que (no fue ninguna sorpresa) estaba cubierta por tablas.
«Incluso tú llorarías al ver esos ojos.» : : :

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Noche de cumpleaños


Ambos brindaron por un año más de vida. Levantaron sus vasos y sonrieron mutuamente, mientras uno de ellos, de ojos color café, cabello oscuro y una barba que crecía espesamente a través de su rostro, le deseaba feliz cumpleaños a quien se encontraba a su lado —en la mesa, en el camino, en la vida, en los sueños—.
Ese otro, de manos grandes, un tanto bajo de estatura y ojos de color verde, sonrió en complicidad y una total felicidad. Llevaba ya ocho años compartiendo los días en que cumplía un año más y, en esos momentos, se sentía el joven más feliz del mundo; tenía todo lo que había deseado, aunque no tuviera todo con lo que soñaba. Sabía que faltaba un buen tramo por andar, debían estar juntos, seguir tomados de la mano; pero, por el momento, eso bastaba. Su compañía, su sonrisa y su abrazo.
Además de una deliciosa cena y una copa de vino.
La noche era fría, una noche de finales de año, en pleno invierno. Sin embargo, ambos muchachos traían una cálida sonrisa que enmarcaba a la perfección sus rostros. Condujeron de regreso a casa, temprano, para descansar esa noche y preparar las festividades del día siguiente, sería noche vieja.
Cuando llegaron a la casa, salieron del auto y el corazón del muchacho de ojos verdes se aceleró; seguramente, el de su compañero también. Entraron y el interior estaba oscuro. Subieron las escaleras y entraron a la habitación, un poco helada por la falta de movimiento en ella.
El muchacho de barba se colocó detrás del otro y lo abrazó por la cintura.
Prefiero que me desnudes, a desnudarme yo, le había dicho durante la cena; en ese momento lo puso en práctica.
Comenzó por acariciar su cadera. Desabotonó la camisa y desnudó sus hombros, le quitó la camiseta interior y después ambos quedaron frente a frente. El otro hizo lo propio y quitó el suéter de su compañero, luego la camisa; sintió el calor del pecho abrasar el suyo.
—Vamos a la cama —dijo el de barba y ambos se fundieron en un abrazo eterno, debajo de las cobijas.
Las caricias eran frías, con los dedos helados y las partes del cuerpo que estaban descubiertas. Los cuerpos tardaron en calentarse, incluso debajo de las sábanas, mas las manos de uno, que recorrían ávidas el cuerpo del otro, sirvieron a la perfección para pronto hacerlos entrar en calor.
El contacto de sus miembros era exquisito, delicioso; encendía los rincones más oscuros de sus cuerpos y ambos deseaban unirse en un acto puro y sincero.

El muchacho de ojos verdes estaba recostado sobre la cama, su amante se encontraba sobre él, con sus ojos anclados en su rostro y cuerpo. Sonreía por la intimidad, por la sensualidad y la magia del cuerpo desnudo, bañado por la luz de la noche.
Por su parte, el muchacho abrazaba con sus piernas la cintura del otro joven, pidiéndole que lo poseyera, que lo tomara en ese momento. Lo había deseado durante todo el día.
Primero, las embestidas fueron pausadas y profundas. La respiración del joven se entrecortaba y sus gritos se ahogaban en la garganta. Rasgaba con sus uñas la espalda de su amante y lo tomaba de los muslos para que tuviera un mayor acceso; lo sentía plenamente, su rostro estaba encendido.
Entonces los movimientos de penetración se hicieron más fuertes, agresivos; el muchacho dejó de rodearlo, con brazos y piernas, y se desplomó en la cama; liberado, con sus brazos extendidos como los ejes de una cruz y sus piernas sostenidas al aire por el firme apretón de las manos del joven de barba.
Los gemidos se hicieron audibles, eran la música pasional de los amantes, mezclados con besos, labios mordidos y el tenue rechinar de la cama bajo su peso.
Momentos, segundos interminables, minutos etéreos, todo se resumió en una sola explosión, acompasada por más embestidas, mucho más rápidas.
Terminaron rendidos, uno al lado del otro, y entonces intercambiaron más palabras y sonrisas.
—Feliz cumpleaños —dijo el de barba—, cuando le regalaba un intenso beso.
Las cobijas y sábanas de la cama, sus cuerpos, ya no estaban fríos. Tenían la temperatura perfecta para el amor.

—Tú eres mi regalo favorito —le dijo el muchacho de ojos verdes, mientras ambos estaban de pie ante la puerta, a punto de despedirse.

El joven apretó suavemente la entrepierna de su compañero, en donde notó el miembro semierecto que yacía debajo de aquel calzoncillo.

domingo, 28 de diciembre de 2014

Su imagen

Hacía tiempo que deseaba tenerlo de esa manera; ya eran varios días en los que el deseo crecía en mi interior, deseaba desesperadamente observarlo dormir en mi cama, a mi lado.
Una noche de invierno, por fin sucedió.
Llegamos a mi hogar —sabía que no habría nadie ahí, mis padres llevaban una semana fuera de la ciudad—, entramos y encendí la calefacción de la casa, tomé su gruesa chamarra y junto con la mía las dejé caer sobre uno de los sillones de la sala.
Caminamos juntos, tomados de las manos, hacia mi habitación; para cuando entramos, tenía sus brazos alrededor de mi cintura y besaba lentamente mi cuello. Me detuve y giré, estaba frente a mí, sus ojos me observaban con atención y de sus labios salían unas palabras apenas audibles. Con mis manos acariciando su espalda, lo besé.
Él también me besó, lentamente, sin prisa alguna.
Sin separarnos, llegamos a la cama y me dejo caer en ella, se colocó sobre mí, al tiempo en que introducía sus manos por debajo de mi ropa y sentía mi piel. Comenzó a desnudarme de una forma paciente, pausada, para saborear cada momento que pasaba.
Conforme las horas pasaban, la intensidad de nuestras caricias aumentaba; nos encontrábamos desnudos, sintiendo la piel del otro, bajo el mismo aire denso de la habitación, en una casa sola y helada; nos embriagamos con dulce sabor del deseo y la lujuria, en una plena invitación a un pecado tan divino, que parecía enviado por los mismos dioses.
Me sentía en la gloria. No acariciaba las manos de los ángeles, ni flotaba en las esponjosas nubes del cielo; era amado por manos mortales, sedientas de deseo; no flotaba por el aire sino que reposaba sobre se cuerpo desnudo.
Fui suyo cuando en el momento en que su cuerpo me reclamó, al elevarme al más delicado placer. Fui suyo cuando sus manos recorrieron mi cuerpo con avaricia y un dulce sentido de propiedad; cuando su sexo me hizo entregarme a un mundo de magia, movido por espíritus del cuerpo y la mente.
El amor nos unió aún más, el amor que siento por él, el amor de mi cuerpo por el suyo, el amor que me demostró mientras enfocaba su mirada sedienta sobre la mía, mientras poseía toda su esencia. El amor que sentimos en forma de expolición; el recuerdo del brillo en sus ojos y luego los cerró con fuerza, me privó de ellos por unos segundos, en su rostro se dibujo una expresión de placer deliciosa.
Después de eso, todo quedó en silencio; nuestros cuerpos temblaban, por fin estaban en paz.

Me encuentro a un lado de la cama, no tengo idea de la hora que es, solamente sé que las velas que tenía encendidas desde un comienzo, están por extinguirse. Él duerme en mi cama, observarlo detenidamente me resulta tan placentero, tan delicioso, que me cuesta trabajo siquiera hacerlo en estas líneas.
Comencé a escribir esta nota y ahora que la concluyo, me doy cuenta que tengo celos; estoy celoso de los sueños que lo envuelven cada noche, de no ser yo quien lo tomé todas las noches y lo lleve a lugares maravillosos…
Si lo observo detenidamente, su imagen será lo último que quede en mi mente, algún día, cuando la muerte me encuentre.


Recuerdos en la arena II

[...]
Una tarde que amenazaba lluvias, Eduardo caminaba por la playa, por esa misma playa; el viento revolvía su cabello, la playera ondeaba un poco fuerte. Iba descalzo, como siempre lo hacía, gracias a un gusto particular de sentir el cosquilleo en las plantas de sus pies; veía el suelo, en búsqueda de objetos olvidados, piedras o algo más que pudiera tomar. Las nubes subían desde mar adentro, hacia la ciudad.
Al levantar la vista, un poco retirado de donde él se encontraba, estaba Daniel; abrazaba y sujetaba entre sus brazos a una chica de cabello largo y rojo. Se detuvo en seco, le llegaron miles de imágenes a la mente y también miles de ideas.
Es mío, es mío, es mío. Pensó una y otra vez, solo que la impresión no le permitió actuar en ese momento.
Sintió en su muñeca derecha, una pequeña cadena —regalo de cumpleaños que Daniel le había entregado— la acarició por última vez, soltó el broche y la sujetó con el puño. Entonces se encaminó decidido hasta donde ambos se encontraban y llegó al lado de la pareja. Los sonidos de las pisadas en la arena no lograron interrumpir aquel beso solitario.
Delicioso, pensó Eduardo, sus labios; solo podía concentrarse en las dos personas que tenía frente a él.
Su lengua, su aliento, apretó más la cadena. Se detuvo firmemente y extendió el brazo, su cuerpo perfecto, sus músculos; lo colocó sobre el hombro, su rudeza y gentileza, tiró de él e hizo que girara, su piel, su cuerpo, es mío…
El rostro de la joven estaba lleno de sorpresa, no sabía quién era aquél estúpido que había interrumpido el primer beso que jamás tendría con ese maravilloso muchacho. Su mano envolvía su delicado brazo y ella lo veía con ojos desorbitados. Qué le pasa, ­pensó.
Eduardo extendió la palma de su mano y delante de ella dejó caer la cadena; con los ojos en lágrimas, suspiró profundamente y dijo: espero que te regale algo mejor que a mí.

Todas esas imágenes atravesaron la mente de Eduardo, precipitadas, en vorágines de destellos que parecían desarmarlo inmediatamente, mientras veía a su hermana correr hacia Daniel.
El miedo, el enojo, la angustia y la desilusión se habían apoderado de su mente y su cuerpo; no pudo hacer nada, solo permanecer de pie eternos segundos, mientras observaba a Daniel arrodillarse frente a Laura. La pequeña corría y corría. Daniel estiró sus brazos para recibirla.
—¿Por qué no has venido a visitarme? —Preguntó ella en cuando pudo envolver el cuello de Daniel en un sincero abrazo.
Estaba en verdad feliz en volverlo a ver; después de todo, había pasado mucho tiempo junto con Eduardo en su casa.
—¡Mira, es Dani! —Se dirigió primero a su hermano, quien ya había recuperado el movimiento, y luego a Daniel— ven a cenar con nosotros. ¿Verdad que puede venir?
Eduardo regresó la mirada y se perdió de nuevo en los ojos cautivadores y la sonrisa de Daniel. Recorrió su cuerpo, bronceado y atlético, con la mirada y recordó lo maravilloso que era estar a su lado. Pero también recordó lo doloroso que fue enfrentarle en lágrimas silenciosas.
—Laura, es tarde… tenemos que regresar —dijo mientras tomaba de la mano a la niña quien puso una cara de tristeza.
—Eduardo… —dijo Daniel — he querido hablar contigo. Lo siento.
—¿Por qué lo sientes? —preguntó Laura, pero en esa ocasión Daniel no le prestó atención, la niña miraba primero a su hermano luego a Daniel, luego a su hermano.
­—Sí, Daniel, ¿por qué lo sientes? ¿Qué sientes? —Inquirió Eduardo mientras jalaba a su hermana para que no escuchara— ¿por romper mi corazón? ¿O por no preocuparte en repararlo?
Eduardo giró y caminó de nuevo por donde habían llegado. Entonces recordó el motivo por el que había decidido olvidar la última vez que llegó a esa playa. Le resultaba demasiado doloroso.
—¿Por qué ya no eres amigo de Dani? —Preguntó Laura— es muy bueno.
—La gente buena no te hace llorar Laura y quien lo hace no merece ser perdonado —contestó Eduardo y siguió caminando.
—Tú me haces llorar, y siempre te perdono.
—¿Por qué me perdonas? —Preguntó instintivamente Eduardo, aunque dentro de él, temía escuchar la respuesta.
—Porque te quiero tonto.

El recuerdo aún lo atormentaba. La besaba y abrazaba de la misma manera en que lo había besado y abrazado a él.
Aunque aquellas enormes palabras, de su pequeña hermana, daban vueltas y vueltas en su mente. Entonces se levantó de su cama, tomó su teléfono y marcó el número. Contestó una voz cansada y adormilada.
—Disculpa la hora… —dijo Eduardo casi en un susurro.
—Creí que no te volvería a escuchar.
—Por poco y no lo haces —respondió Eduardo, con sus ojos llenos en lágrimas.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Daniel desde el otro lado de la línea.

—Porque te amo tonto.


Recuerdos en la arena I

Esa tarde, el ocaso no tardaría en llegar, aunque no podría apreciarse completamente, pues en lo profundo del horizonte se alzaba una espesa franja de nubes que lo cubriría por completo. Eduardo caminaba por la playa, acompañado por Laura, su hermana menor, quien brincaba feliz con su cabello suelto. En su interior renacían sentimientos de desesperación y tristeza, envuelto en una rutina que se extendía por varios meses; día a día envolvían su mente y aquél día le resultaba casi imposible escuchar lo que la niña decía.
—¡Mira! ¡Una gaviota!
Sí, una gaviota, como si no hubiera visto miles de esas, pensó Eduardo mientras se esforzaba por mostrar una amigable sonrisa.
Algo en particular lo agobiaba aquél día, pero todo resultaba una imagen borrosa, una nube de sentimientos difícil de aclarar. ¿La escuela? ¿Su trabajo de medio tiempo? ¿Qué?
Estaba por terminar el semestre y los exámenes no le preocupaban en absoluto; su trabajo era sencillo, tenía toda la disponibilidad de horario posible, era mesero en un café; no había problema. Sin embargo, sentía algo clavado en su pecho, que lo lastimaba al respirar, al suspirar. Recordar.
A pesar de estar molesto con su madre, por obligarlo —amenazarlo— a que saliera un rato con su pequeña hermana y dieran una vuelta en la playa, no era eso lo que en realidad le molestaba. Me hará bien el aire, pensó Eduardo mientras se subía al auto y lo encendía.
¿Hace cuánto que no caminaba por aquí? Se preguntó en repetidas ocasiones, mientras hacía memoria para poder ubicarse.
En una ocasión, él y sus amigos llegaron a la playa para cenar, justo cuando el sol se ponía en el horizonte. Pero, no, esa no fue la última vez. Quizás aquella ocasión, cuando se había dejado el cabello largo y había llegado después de la última aburrida clase del curso, las vacaciones ya habían empezado, no, tampoco.
Extraño. No recordaba la última vez que había estado en ese lugar y no podía haber pasado tanto tiempo, no podía ser que ya no lo recordara.
Hasta que lo vio, a unos cuantos metros de distancia. Entonces supo que no se trataba de que hubiera olvidado aquel día, sino que no deseaba recordarlo. Todos los recuerdos, entonces llegaron a la mente de Eduardo.
—¡Dani! —gritó la pequeña Laura y se soltó de la mano de su hermano.
Corrió por la arena, con diminutas huellas detrás de ella.
«¡Dani! ¡Dani! —Gritaba la niña, seguramente con una hermosa sonrisa en su rostro.

Daniel y Eduardo se conocieron en el baile de graduación de éste, hacía ya un año y medio; aquél era primo de su mejor amigo y fue así que comenzó a formar parte de su vida, aunque al inicio ambos desconocieran el impacto que ambos tendrían en cada uno.
Era un muchacho dedicado al deporte desde que era pequeño. Mostraba una figura atlética, de manera discreta pero a la vez evidente; su sonrisa era encantadora, al menos así le pareció a Eduardo cuando lo vio; tenía ojos de soñador y unas manos de trovador. Todo lo que Eduardo había deseado en sus noches de soledad. Desde aquél momento, su historia se empezó a escribir por sí misma.
En días y meses siguientes, Eduardo asistía a reuniones familiares en casa de Daniel; o divertidas fiestas de noche. Tiempo después, en una noche en que el cielo se fundía en nubes y lluvia, Eduardo corría por la acera hacia su casa, cuando un auto pasó enseguida de él.
El auto se detuvo unos pocos metros adelante y condujo de regreso, se paró justo enseguida del muchacho y una ventanilla se abrió. Sube, te llevo, le dijeron desde el interior; era Daniel. Su corazón entonces estaba desbocado, aunque era más por el nerviosismo que por la carrera que llevaba antes de detenerse.
Ambos platicaron y rieron, y por capricho de la vida o por alguna afortunada coincidencia, terminaron en esa misma playa, con la lluvia empapando la arena.
Se bajaron del auto y corrieron por toda la arena hasta el mar, que estaba un poco agitado. Todo fue como debía de ser, todo de acuerdo al tiempo en que tenía que acontecer, y Eduardo estuvo agradecido por eso. Pero fue más agradecido cuando sintió las manos de Daniel en su espalda, mientras se mecían por las olas del océano.
Así fue como se besaron por primera vez.
Después de ese día, un fin de semana, los padres de Daniel estaban fuera de la ciudad y debía haber una fiesta en su casa, una de tantas; su primo invitó a Eduardo —después de que Daniel personalmente lo hiciera—, y éste aceptó de buena gana, con una sonrisa ciega e invisible en su rostro.
Cuando llegaron al lugar, como era de esperarse, Eduardo se percató de que no conocía a una sola persona. Aunque esa situación en realidad no representó mucho problema, el primo de Daniel no tardó en desaparecerse con alguna joven y Eduardo se quedó solo, con un vaso con licor en las manos y completamente fuera de lugar.
Pero reconoció la voz que escuchó detrás de él. ¿Por qué estas solo? Preguntó Daniel, y Eduardo se sorprendió al ver la sonrisa del muchacho y sus labios que ya había probado. En ese momento todo se detuvo, la música, los gritos, las risas.
Al siguiente instante, contemplaba la decoración de la habitación de Daniel. Todo tan arriesgado. ¡Era demasiado! Pero ambos siguieron adelante; la puerta se cerró y ambos sonrieron cuando estuvieron frente a frente.
Después de unos cuantos interminables minutos, Eduardo sintió las manos de su compañero recorrer partes de su cuerpo que le ocasionaron deliciosos escalofríos. Su cintura, abdomen, pecho, hasta llegar a los brazos. Aquellos labios lo consumieron con ansias insaciables y su cuerpo clamaba a gritos el suyo.
La playa quedaba a espaldas de la casa, así que —como un favor especial— Eduardo le pidió que fueran ahí. A ese lugar en donde lo besó por primera vez.

Al llegar, Daniel se quitó la ropa y para el final de la noche ambos experimentaron el más delicado éxtasis que pudieran alcanzar.
[...]

viernes, 26 de diciembre de 2014

Caricias

Cada una dibujará un pedazo de realidad.
Era de noche y las nubes cada vez se hacían más amenazantes, aunque no muchos lo pudieran notar. El olor en el ambiente, a tierra mojada, le hizo recordar otro lugar, otro momento. Ese hecho lo transportó hasta la costa, a un lugar del que siempre ha estado enamorado.
Enamorado, una palabra con nueve letras que ya tendrá su propia historia.
Veía los rayos caer en las afueras de la ciudad; esa noche estaba con sus amigos, con ideas y meditaciones clavadas en su mente. Los presentes hablaban —o discutían algo seguramente sin sentido—, sin reparar siquiera en su presencia. De pronto todos reían, alzaban la voz, o encendían cigarrillos; el ambiente se percibía agradable, a pesar de la discusión que de pronto parecía acalorarse.
Él también estaba cómodo donde se encontraba —en realidad no es una persona que se cierre a las relaciones con los demás—, solo que para ese momento se preguntó si alguien se daría cuenta si de pronto se retirara.
Quiso obtener una respuesta.
Atravesó la puerta hacia el patio de la casa. Era enorme, con enredaderas a lo largo y alto de las bardas, con un frondoso árbol en una de las esquinas y el cuadro verde completamente despejado. Recordó que años atrás, él y sus amigos, llevaron a cabo una excursión a lo más profundo de la selva y la sabana, tenían nueve años y era verano. Fue el viaje más intenso y mágico que haya vivido, justamente dentro de ese patio.
Se sentó en un pequeño sendero de piedra que enmarcaba el cuadro de pasto; daba pequeños sorbos a su vaso y vio a los pequeños de nueve años correr por todos lados, armaron la tienda de campaña, desempacaron todas las cosas que habían traído —juguetes y comida—; todos deseaban encender la fogata.
¡Vamos papá! ¡Rápido! Gritó él mismo esa tarde.
Cuando comenzaron a bailar las lenguas de fuego, perdió la noción del tiempo, se sintió hipnotizado por el color y el sonido. Esa noche soñó con fuego.
El sonido del trueno a lo lejos lo sacó repentinamente de la profundidad de sus pensamientos. Regresó al ahora, y vio el patio oscuro, la tienda no estaba y el fuego se había apagado. Solo estaban encendidas unas cuantas luces alrededor del jardín. Sonrió y siguió bebiendo.
Supo que pronto comenzaría a llover, así que se puso de pie —pensó en entrar a la casa— y avanzó hacia la mitad del jardín. Se sentó y después se recostó completamente para observar las nubes oscuras que ya estaban sobre él, teñidas de una mezcla de color rojo y naranja; agradeció las luces de la ciudad.
Sintió primero una tímida gota en su brazo, poco después, otra a la mitad de su pecho. Al siguiente instante toda una manada lo atacó en todo el cuerpo. Pensó en todo en ese momento, en su familia, en sus amigos. Pero se dio cuenta que —egoístamente— ese no era momento para ellos, era tan solo para él, nadie más.
De alguna manera, dejó todo pensamiento ajeno a su persona de lado y se concentró en lo que él quería, en lo que haría, en lo que diría. Comenzó a enfocarse en cada parte de su cuerpo, desde las puntas de los dedos, que acariciaban el pasto; hasta sus pies descalzos, que respiraban y lo invitaban a bailar ahí mismo, en ese momento.

Su cabello se mojó, igual que su ropa, su playera y su pantalón. Con los ojos cerrados es más fácil entender el significado de tantas cosas, y de pronto recordó su cumpleaños número dieciocho. Sopló las velas y la fiesta empezó. Llegó el alcohol, la cerveza, la carne estaba sobre el asador, al parecer los invitados ya habían llegado, pero faltaba alguien. ¿Es muy temprano para romperme? Le preguntó su corazón, pero lo calló con un vaso vodka.
Hablaba con un compañero de la escuela y de pronto cubrieron sus ojos, unas manos firmes, pero suaves al tacto. Lamento haberme perdido el pastel.
Desde ese momento, con los ojos cerrados, experimentó una de las sensaciones más maravillosas. Aquella noche fue perfecta, terminó con esa persona en sus brazos y hablando de tantas cosas, debajo del tejaban que tenían sobre el asador en una esquina del jardín.
Mientras se mojaba bajo la lluvia, recordó aquella lejana sensación, ¿qué era? Se preguntó. Entonces, esa pequeña vocecita que siempre tendemos a olvidar —o evitar— contestó: era amor, le dijo y se calló por el resto de la noche. Aunque se lamentó que no todo el mundo fuera capaz de experimentarlo, también se alegró por aquellos que vivían con eso diariamente.
Seguía tendido sobre el jardín, ya ni siquiera tomaba de su vaso con hielos. Se concentró en su cara; y por un solo instante, un mágico momento, sintió el tacto de cada una de las gotas que golpeaba su cara. Cada una de ellas, como si fueran puntos tratando de pintar un dibujo. Las distinguió todas.
Pensó en lo que había hecho últimamente —no toda su vida, es imposible—, pero principalmente se concentró en las decisiones que había tomado. Supo que eran buenas, y me consta que eran decisiones acertadas. Quiso preguntarle de nuevo a esa vocecilla qué estaba mal. Pero esta vez no hubo respuesta, aunque realmente no fue necesario.
Supo que en la mayoría de las veces tomó la firme decisión de hacer algo pero nunca lo llevó a cabo; nunca aplicó lo que se había decidido a hacer. Un desperdicio diría yo, pues la existencia de una persona no se debe a sus ideas, no son los pensamientos ni las determinaciones o costumbres, como entes aislados de tu cuerpo, como lugares abstractos alejados de la esencia del ser; al contrario, lo que en realidad define a una persona es todo su conjunto, esas características fusionadas para conformar un solo ente.
Se debe ser congruente para dar primero un paso y luego el otro.
Pensó que no era posible caminar, si cada pie se moviera al mismo tiempo y hacia lugares distintos. Entonces lo entendió, la congruencia es una parte fundamental para el avance y el crecimiento humano.
Aunque no podía verlos, sentía los rayos que estaban sobre él y tomó una nueva decisión, empezaría por no perderse las cosas simples que lo rodeaban. Así fue como sucedió, se empezó a dar ese cambio del que hablaba, empezó a ser congruente con solo abrir sus ojos. Las gotas se lo impedían, pero no le importó trató de tener los ojos abiertos y guardó las imágenes de los rayos que atravesaban el cielo como rasgaduras en un lienzo.
Fue una noche tranquila y se sintió renovado.
Aunque no se movía de ese lugar, ni cambió de postura, viajó por todo el mundo; llevó su mente al océano, cuando había nadado en la noche; regresó de pronto a otro lugar mojado y se vio a si mismo participar en las competencias de natación.
Después llegó hasta el atrio de la catedral de la ciudad. Atravesó las puertas y a su alrededor solamente había oscuridad; traía la ropa mojada y el agua escurría desde su cabello, sobre la cara, aunque no había lluvia afuera. Entró asustado, quería gritar y pedir ayuda; empezó a tranquilizarse con el eco que ocasionaban sus pisadas sobre la baldosa blanca con negro que se extendía frente a él, por atrás, a los lados. Vio a su izquierda luego a su derecha, al final del pasillo central estaba sentado alguien, en los escalones al pie del altar.
Atravesó decididamente el ala principal del edificio. En su mente se formaba una idea de quién era esa persona —no sabía cómo, pero estaba seguro que lo esperaba a él—.
Hola hijo… le habló el hombre, estaba tranquilamente sentado con ese traje azul que lo hacía verse distinguido. Su hijo cayó de rodillas ante él, en el frío piso, pero el hombre se incorporó rápidamente y le tendió la mano, lo ayudó a levantarse y lo invitó a sentarse con él.
Sé lo que eres y sé en quién te has convertido; no dejes, nunca, que alguien llegue y te quite eso. Porque yo te hice, y tú te moldeaste solo. Veo lo que haces, veo lo que tú ves y doy los mismos pasos que das tú.
No te avergüences, todos hemos hecho cosas de las que nadie más sabe; mejor alégrate, porque me tienes a mí para compartir las alegrías, la pena y la vergüenza de lo que hagas. Eres afortunado, porque no estás solo.
Papá… dijo él con un hilo de voz. El sonido de su alrededor lo trajo de regreso, se levantó agitado y… no estaba asustado; más bien tranquilo, contento. El vaso estaba tirado a su lado sobre el pasto mojado y por la cara le caían gotas y gotas, pero supo reconocer cuáles eran de lluvia y cuáles de lágrimas suyas.
Su padre ya no estaba con él y esa noche lo había visto, deseaba tanto seguir conversando con él. Supo que no era el momento para que hablara, sino más bien dejaría que su padre le dijera que todo saldría bien… a pesar de estar entre sueños, hasta el día de hoy, recuerda palabra por palabra lo que le dijo su padre en esa iglesia.
Le sonrió y entonces supo que las gotas de lluvia eran las caricias que le daba en la cara; eran los pellizcos de afecto que le daba en los cachetes cuando era pequeño y que tanto le molestaban. Esas gotas eran el golpe en una mejilla cuando tuvo una discusión con él, pero también eran los millones de besos que le daba cada noche, hasta que murió.
No estuvo triste. Sonrió al recordar esas cosas, levantó la vista y pidió por más caricias.
Se levantó del suelo, tomó el vaso y atravesó el jardín hacia la casa, ni siquiera había reparado en la música estruendosa que estaba dentro.
Se acercó a las puertas y en lo que sacudía sus ropas —con algo de gracia, como Pelos, el perro que tenía de niño­— levantó la vista, se sorprendió al ver tan cerca al muchacho.
—Lo siento, no te vi —le dijo.
—No, perdón, no me había fijado ­—contestó él.
—¿Qué hacías afuera? Está lloviendo a cántaros.
—Lo sé, solo… se me ocurrió salir un poco —dijo, y comentó casi con un susurro— nadie supo que no estaba.
—Buena fiesta, pero creo que no nos conocemos. ¿Salimos a tomar algo? —Le preguntó con una sonrisa; ya que, que más daba si ya estaba todo mojado.

—Claro, me gustaría… ¿quieres sentir unas caricias?

jueves, 25 de diciembre de 2014

Sus manos

Durante esos segundos, infinitos, eternos, sus manos representaban enteramente el mundo que yo conocía.

Todo el dolor, la alegría, las risas y los momentos de desesperación, se acumularon en ellas para acariciar mi piel desnuda. Uno a uno, me brindaban nuevas sensaciones, deliciosas sensaciones; cada uno, con una presión diferente y en un centímetro distinto de mi cuerpo.


Sus manos me hicieron el amor. Aliviaron mis penas y saciaron mi sed, con experticia y mágica determinación; se posaron en mis glúteos y muslos, en mi espalda, en mi boca. Hablaron, sonrieron y gimieron igual que yo; sus manos fueron mi salvación aquella noche... y todas las demás que le siguieron.


lunes, 8 de diciembre de 2014

Fragmentos

"Lo único que me interesaba entonces, era pensar en algún encuentro en el que ambos experimentáramos la sensación de euforia y desenfreno, al momento de tenernos uno en los brazos del otro. Únicamente tenía la idea de sentir sus manos en mi espalda, sus labios en mi pecho, su aroma en mis sábanas. La idea de perderme en senderos de placer, siempre iniciaba en las manos de aquél, a quien mantenía permanentemente en la intimidad de mi imaginación y de mi memoria".

sábado, 29 de noviembre de 2014

Sangre y tinta

—¡Necesito escribir! ¡Necesito escribir! ¡Denme papel y pluma, ignorantes y estúpidos! ¡Vándalos! Necesito escribir…
Los gritos de Federico parecían no atravesar las gruesas paredes de piedra entre las que se encontraba, a partir de ese momento, prisionero del ejército imperialista, protector de la corona y del régimen.
Lo habían buscado por varias ciudades del país y en casi todas las tabernas y hostales de la capital, durante casi seis meses, sin ningún resultado fructífero.
Federico ya se encontraba bajo el control del ejército de su Majestad y lo único que deseaba era comenzar a escribir. Con esas fuertes palabras, prácticamente cubiertas en llanto, demandó le proporcionaran lo único que lo mantenía vivo —al menos, lo único propio, que podía ser de él mismo, sin contar abrazos, besos, caricias—. No pidió pan o agua, ni cerveza o vino; lo único que deseaba en aquél terrible momento era papel y pluma, y tal vez unos cuantos cigarrillos —se concentraba mejor con un poco de tabaco—, y unas veladoras para cuando cayera la noche.
Ya antes había estado en esa misma habitación, siete u ocho meses atrás, pero entonces en una situación por completo diferente; entonces, él portaba orgulloso el uniforme, hizo el interrogatorio; golpeó y amenazó al pobre diablo que mantenía ahí dentro, en búsqueda de cualquier información que sirviera para construir cualquier verdad que en ese momento se intentara comprobar.
Federico deseaba escribir, ni siquiera le pasó por su mente escapar o utilizar sus influencias para librarse del pelotón de fusilamiento que lo ejecutaría al despuntar el alba. Ni sus méritos, lo sabía perfectamente, ni sus medallas —que no eran muchas, pues para aquellos días el pequeño regimiento con base en…, no había visto tanta acción en el servicio, desde el destello de la revolución que amenazaba en destrozar el reino—, nada le sería útiles para librarse de la situación en la que se encontraba.
Tan solo deseaba escribir una carta. Una carta que pudiera advertir —aunque quizás fuera ya demasiado tarde— y llevar el último beso, la última lágrima, el último suspiro de un hombre enamorado. Para ello, estaba decidido, sí utilizaría sus influencias y los pocos contactos que le quedaban en aquél cuartel amurallado.
—Dame una pluma y papel, te lo pido —dijo Federico ya más tranquilo, a través de la pequeña rendija, al guardia que resguardaba la entrada.
El hombre no contestó y Federico repitió su súplica, y repitió de nuevo.
—¿Y permitir que conspires de nuevo contra su Majestad, debajo de nuestras narices? Jamás.
La voz del otro hombre en el pasillo le resultaba completamente familiar.
—Rubén, por favor-
—Soy general, para ti.
Federico rectificó y pronunció el cargo por mucho que le costara decirlo, habiendo sido una vez suyo, hacía siete u ocho meses.
—General, le pido, como derecho de un detenido militar, me proporcione tan solo una hoja de papel y pluma.
Entonces el recién llegado despidió al guardia y la puerta se abrió, Rubén ingresó al cuarto.
—No logro entenderlo, Federico. Simplemente no logro entender, por qué lo hiciste, después del servicio que prestamos juntos.
Ese era un reclamo que ya había escuchado, en muchas tantas ocasiones y de todos los tonos posibles; sus padres se lo dijeron, sus hermanos lo dijeron y le dieron sus espaldas, movidos por cuestiones de ímpetu, más que por sus creencias políticas; sus hermanas, aunque jamás se aventuraron a contradecirlo, sabía que lo tenían en mente. Lo sabía.
—Seguramente no podrás entenderlo, General, aunque quiera explicarlo.
—Basta de formalidades, nadie nos observa.
—Rubén, debo escribirle-
—Vaya Federico, ¿en qué momento destruiste todas tus convicciones? ¿Cuándo ocurrió? ¿Cómo?
Había empezado hacían siete u ocho meses, en ese mismo cuarto de interrogación. Seguro la bombilla sigue fundida, pensó Federico. Necesito velas.
En aquél momento conoció a quien lo haría enamorarse de las letras y de la piel desnuda de un hombre, Julián.
El silencio de Federico comenzó a irritar a Rubén, quien se encontraba sumamente insultado, utilizado, traicionado.
No importaba la causa o los movimientos, o tal vez sí, pero no tanto como la traición personal que había sufrido de manos de su hermano en armas. Tenían la ilusión de solicitar su traslado a la guardia real, a la capital. Pero ya nada de eso sucedería.
Dado que comenzaba a desesperar frente a Federico, con el afán de no permitirle a éste que viera sus incipientes lágrimas, Rubén extendió unos cuantos pliegos de papel y un bolígrafo. Su mirada era serena, profunda, fría.
—Sabes que debo leer lo que sea que escribas —dijo el joven general, ya de frente a la puerta, de espalda a su amigo.
—Ruego al cielo que ignores por un momento esa obligación tuya, puedes estar seguro que nada diré respecto de las operaciones militares de su Majestad.
Una vez hubo cerrado la puerta Rubén, Federico se sentó en la pequeña e incómoda silla, frente a un viejo escritorio, tomó la pluma por última vez y escribió.

No le importó el frío del invierno que calaba hasta los huesos, no importó la falta de una ventana con vista a los campos, a las colinas, como la tenía en esa casa de la que lo sacaron a la fuerza, entre tazas de café rotas, floreros estrellados y un perro asustado escondido debajo del piano. Con los gritos de Julián en su mente, cuando regresara a casa. ¿Qué importaba el espacio para un amante de las letras?
Federico rasgó de nuevo el papel con la pluma, profanó el espacio vacío, virginal; o más bien le dio vida a cinco folios que yacían inertes en aquél cuartel militar.
Escribió con soltura, como si estuviera frente a frente con Julián. Escribió del lugar en el que estaba —sin describir el cuartel pues entonces pudieran considerarlo información peligrosa y la carta sería destruida.
Seguro lo recuerdas, le dijo; escribió que no era como la espaciosa e iluminada habitación que compartían, no tenía flores, no había espejos, ni el ventanal que proporcionaba una hermosa vista que ambos contemplaban al amanecer.
Le dijo que de todos los lugares en los que habían vivido, huyendo siempre, cubriéndose sus pasos (a pesar incluso de las múltiples notas falsas anunciando su muerte y que al parecer jamás fueron publicadas), de todos esos lugares, la casa de campo era la que más añoraba y la que había amado completamente.
Le dijo que le extrañaba, que lo deseaba, que lo amaba.
Quizás te condene a muerte con tan solo escribir estas líneas, pero debes saberlo y jamás olvidarlo.
Federico escribió con sinceridad y fluidez, llenaba una cuartilla y luego otra; en algunas líneas, sus lágrimas corrieron un poco la tinta. El dolor era demasiado, casi insoportable.
En la carta, Federico recordó la vez en que conoció a Julián, aquella madrugada en que entró al cuarto oscuro, húmedo por las lluvias, y observó al muchacho de cabello castaño, con la cara golpeada y sangre seca en su cuello y mejillas.
Su estado actual amenazaba con suavizar las efusivas acciones del oficial, pero éste, a fin de cuentas, se enfocó en evitar ese despliegue de emociones frente a un detenido, inmerso en un movimiento rebelde que debía ser destruido.
Escribió de las siguientes ocasiones en que hablaron, a solas y acompañados. Después de que Federico consiguió atenuar los cargos y aseguró su libertad. Revivió, en palabras vivas inmersas en la tinta de la desesperación, la primera vez que hicieron el amor, en la cama de algún hostal, cuando ya ambos eran prófugos, buscados por las fuerzas militares de la corona.
Te necesito Julián. No dejo de pensarlo y de decírtelo.
Federico siguió con su carta, la última de su vida, incluso ya entrada la noche, a la luz de unas velas que llegaron poco después junto con un par de cigarrillos. Escribió de ellos.
Discúlpame por fumar… sé que me pediste que no lo hiciera, pero ayudan a relajarme en estos momentos.
Una vela se consumió y la última estaba a punto de terminarse, pronto no sería capaz de continuar con la escritura. Entonces comenzó la desesperada y dolorosa despedida, con más lágrimas y tinta corrida, como brotes de sangre negra.
El pelotón me espera antes del amanecer, escribió y la mano le tembló desmedidamente. Descansó por unos minutos, mientras observaba la vela para tranquilizarse, y luego continuó.
Federico terminó aquella carta. El dolor de su mano para nada podía compararse con el de su alma, que hacía desde su corazón.

El traidor caminaba acompañado por el pelotón de fusilamiento, con sus manos atadas y los ojos vendados; seguramente, Rubén dirigía el contingente, sabía que era su deber. Tan solo albergaba en su corazón la esperanza de encontrarse en algún cielo prometido con Julián. Esperaba ver de nuevo sus ojos, besar sus labios, en algún lugar eterno donde no existiera el sufrimiento, las lágrimas, la tristeza o la sangre.
El traidor debía ser ejecutado al romper el alba.
La madrugada era fría y húmeda; iba descalzo, con tan solo un pantalón y una camisa roída y manchada, degradado a lo más vil. No había uniformes ni medallas, honores, saludos.
Perdió todo respeto y se condenó a muerte, cuando escapó con aquél liberal, con ese muchacho maricón que lo corrompió hasta el punto de apoyar la propia rebelión que entonces combatía, hasta el punto de cambiar su nombre y escribir en contra de su Majestad, de forma degradante e insultante; de la manera en que solo los liberales y los pobres suelen hacerlo.
Había sido condenado por traición y por conductas inmorales en contra de la corona. Pero amó cada segundo de esas noches, bañadas en inmoralidad e indecencia, pues en los brazos de Julián se había sentido verdaderamente amado, hermoso.
El traidor únicamente esperó, deseó, con todas sus fuerzas, que Rubén cumpliera su palabra y se asegurara de entregar aquella carta, escrita en un cuarto de interrogatorio que fungió como celda, frío, húmedo, oscuro; en el regimiento con base en…; a su destino final, asegurándose que llegara intacta, como lo había prometido, antes de llevárselo.

Tan solo esperaba, Federico; tan solo esperaba.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Dioses, falsos y verdaderos.

Ni la más bella poesía, ni la más apasionante de las novelas; ni siquiera la más fiel representación del amor prometido entre Eros y Psiqué, nada que nos pueda presentar el romanticismo describirá de forma tan precisa las sensaciones de bienestar, tranquilidad, confianza y felicidad que se apoderan de mi cuerpo, cada vez que sus manos recorren mi piel, cuando sus labios marcan con fuego besos eternos y sinceros. Nada podrá igualar la pasión que se enciende cuando nuestros deseos despiertan y se erigen en representaciones de amor y lujuria.

Que todos los dioses, falsos y verdaderos, me disculpen; me limpien de toda ofensa realizada en su contra, que me permitan serenidad y tranquilidad, pues en sus brazos encuentro una verdadera paz divina. Una paz que ni siquiera en un santuario, monasterio o templo encontraré, pues su cuerpo es mi templo, sus labios mi religión y sus embestidas los actos de sanación y penitencia.

Todo es una puesta en escena, lo que encuentro fuera de las sábanas; nada es real, mas todo recobra su lucidez en el momento en que, con poca luz, desnudo mi alma y mi cuerpo para entregarme completamente, cuando me recibe con una sonrisa expectante y con su cuerpo, ardiente de emoción y amor; todo es etéreo de nuevo y al mismo tiempo todo pierde su contorno; el fondo se pierde con el primer plano, los colores se mezclan y nuevos aromas surgen, sabores exóticos inventados por nuestra danza.

A los ángeles me encomiendo al momento de cerrar mis ojos y derretirme bajo sus firmes abrazos. Su calor me invade, o tal vez sea el mío que nace desde el interior, para embriagarme dulcemente, de cabeza a pies. Rasgo su piel, muerdo su boca; mis gemidos se elevan hasta sus oídos y entonces sonríe. Se complace en verme sumergido en un océano de éxtasis, se congratula por la labor bien hecha. Y yo permanezco inmóvil, con mis pensamientos álgidos y el cuerpo lánguido, con lelite is miel reposando sobre mi cuerpo.

Entonces todo es tranquilidad. La vertiginosa marea desaparece y solo queda una deliciosa sensación, y sus manos acariciando mi espalda, contando lunares que solo él puede ver, desplegados solo para sus ojos. Juega con mi cabello, besa mis oídos, imagina mis sueños.

Ambos nos perdemos en el sueño, a disposición de nuestras mentes y nuestras propias turbaciones; nos perdemos en el sueño para despertar juntos, desnudos, en la cama que ha sido testigo de nuestro amor por tantos años; despertamos, no con el canto de pajaritos matutinos, despertamos envueltos en sombras, con la luz de la luna penetrando por la ventana. Despertamos juntos, nuestras miradas de nuevo se enlazan, nuestros labios se encuentran y las manos se coordinan.

Que me perdonen los dioses, falsos o verdaderos, pues de nuevo honraremos la única religión que ambos conocemos, la cercanía y presencia del uno con el otro.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Mientras Inglaterra duerme

“Fui joven una vez, fumé cigarrillos en el quai ‘Orsay, me enamoré de un muchacho llamado Edward en un sótano cerca del metro de Earl’s Court”.

Mientras Inglaterra Duerme, de David Leavitt, narra la historia de Brian Botsford en una época de opresión, censura, expectativas y escapes amparados por el anonimato nocturno —en ambiguos sentidos, tanto para huir de grupos militares, terribles y desalmados, como de las asfixiantes reglas, impuestas por sociedades conservadoras, decadentes dentro de propio devenir—.

A través de una prosa deliciosa, Botsford nos lleva de la mano de sus pensamientos, sentimientos y anhelos; erecciones y corridas, hasta hacernos desear animarlo, consolarlo y dejarlo llorar en nuestro hombro, justo en el momento en que la muerte se apodera de sus días y sus viajes, con infructuosos intentos por detener su devastador andar. Nos convierte en cómplices suyos, confidentes íntimos, mientras sostiene encuentros —furtivos y no tanto— engañosos con Phillipa Archibald o con el muchacho encontrado y jamás conocido en Dartmoor Park; y luego busca desahogo, tranquilidad al fin, tras narrar todo lo sucedido.

La visión de Botsford, así como las circunstancias que lo hacen situarse en cada lugar narrado, dan fiel cuenta de la belleza de los jardines y lagos, si su ánimo se encuentra álgido; de la calidez de un cuarto casi vacío, con una cama desvencijada, cuando comparte el sudor, la saliva, las caricias y los gemidos con Edward Phelean, con su corazón desbocado; o la pobreza y desolación en las calles de Almoguera, España, cuando no encuentra sosiego, al saber que Edward está en peligro.

Desde Richmond hasta Los Ángeles, en Barcelona y Almoguera, Brian viaja movido por un amor prohibido y el deseo de perderse en los ojos hermosos del hermoso Edward.

“Arqueólogo del futuro, recuerda sólo que al trasladar estos acontecimientos al papel, nunca he pedido la absolución. Nunca he pedido el perdón. La relación entre Edward y yo fue una historia típica que, atrapada en la guerra, se volvió trágica… pero eso también es una historia típica. Creo que todo el valor mostrado está en contarla.”

La tragedia pudiera definir el curso de esta novela, pero igualmente lo hacen la felicidad, el amor, la desdicha, el erotismo y la sexualidad humana; todo en su justa medida, mezclados de forma equilibrada todos los ingredientes, que son las pasiones humanas; desfilan por el escenario de sus párrafos de manera ordenada, coordinada, dando sentido a lo que se narra. Entra la Lujuria, sale. Luego el Arrepentimiento, dice: …; para ser acallado por la vieja Recta Conducta, con un discurso opresor. Un hermoso desfile de sentimientos y emociones, con una prosa ligera, sencilla y coherente.


Mientras Inglaterra duerme es una historia trágica, como tantas de este mundo, “una historia típica que, atrapada en la guerra, se volvió trágica […]”.


Días.

Días he pasado en este viaje, con una habitación con vista al mar y un trato agradable.

Presiento que ha comenzado una serie de actividades como ésta, que me permitirá viajar y conocer otros lugares, otras avenidas, otras personas. Espero no equivocarme.

Ha sido relajante, aunque la obligación ha sido laboral, pasar estos días lejos de casa y de la siempre fiel rutina; aunque, debo reconocer, que particularmente esta mañana desperté con un sentimiento de nostalgia al extrañar mis horarios y actividades, después de terminar de leer el libro que me acompañó desde que abroché mi cinturón en el avión y una tranquila siesta que tuve, el ánimo parece estar un poco mejor.

Sigo con lo que me falta por hacer, el día de hoy, jueves y viernes.

Soñé con líneas y palabras, como solía hacerlo cuando me quedaba dormido debajo de la luz amarillenta de alguna habitación, con mis cuadernos abiertos y mis notas danzantes ante mi mente, concentrada en brindarles orden y coherencia. Soñé con diálogos, paisajes, prosa; un sueño tranquilo y reconfortante en verdad. Que me hizo recordar lo mucho que amo las letras y, sobre todo, que tengo trabajo pendiente. Cuartillas de pasión, desastre, sexo y erotismo, que debo llenar y saborear.


Tengo trabajo pendiente…

sábado, 18 de octubre de 2014

Lo que eres.

Los gritos y las lágrimas eran acompañados por argumentos que no alcanzaban a cambiar mi decisión. 
Lejos de lograr protegerme, me encaminó directo a sus brazos, a sus manos, a su cuerpo y su alma, en donde encontraba refugio y en cuyo abrazo podía perderme con plena libertad, sin remordimiento y miramientos.

¿Cómo podía estar equivocado? ¿Cómo era posible que estuviera mal, cuando en ningún otro momento de mi vida había sido tan feliz; cuando nunca había sentido tan pleno?
¿Por qué? -preguntaba a cada momento, en un inútil intento por comprender lo que sucedía.
¿Por qué?

No obtenía respuesta, sin embargo yo la sabía... jamás será suficiente; lo que hagas, jamás será suficiente para opacar lo que eres.


Reflexión.

Hace tiempo que no me sentaba a escribir en este espacio. Desafortunadamente, no es algo que me suceda de manera excepcional, sino, por el contrario, se convirtió en una constante en mi diario acontecer, dejar de escribir y dedicarme a ver otros hacerlo.

Pero ahora lo hago. Ahora encadeno una letra, luego otra, y luego otra, hasta completar estas líneas que recorren ojos extraños, ajenos, conocidos.
A lo largo de los últimos días, he vivido experiencias que han moldeado de manera diferente mi perspectiva y opinión al respecto del cómo vivir la vida.
Siempre me he considerado ser una persona que se empeña en eliminar los prejuicios que se nos presentan de frente, y que en (muchas) ocasiones no distinguimos ni nos percatamos de ellos. Sin embargo, no resulta posible contemplar libremente las realidades de nuestra existencia, sin que hagamos un reparo al respecto; nada resulta tan sencillo, pues aceptar algo que no comprendemos, dado que nos resulta completamente ajeno, requiere un esfuerzo importante de nosotros como ser y esencia.
Así que continúo con ojos vendados, entre caminos sinuosos que lastiman las plantas de mis pies o interrumpen el frágil latir de mi corazón. Camino con mantas que nublan mi visión, aunque también cada día estoy convencido de que es necesario eliminarlas, una por una, hasta alcanzar la más clara de las visiones.
Dejemos de pretender conocer todo, saber todo, pues no existe mayor farsa que esa.
No poseemos la verdad, incluso si es que existe tal verdad, por lo que no tenemos ni derecho ni privilegio para ordenar a otros, y criticar o juzgar al momento de discrepar en el comportamiento. Alejémonos de creencias ciegas y de esperanzas depositadas en doctrinas que dejaron de encargarse de brindar consuelo al alma y tranquilidad al hombre; sino que, pretenden encadenar el pensamiento y sentir de la humanidad. No guían, sino que enfilan a marchas forzadas -casi siempre imperceptibles- a los militantes que engrosan sus filas.
Dejemos el teatro, comencemos por ser honestos con nosotros mismos y aceptemos que la vida es privada e íntima; dejemos de desear imponer modos de pensar, a fin de cuentas, éstos, se abrirán paso de manera natural y serán, incluso, más benéficos pues nacerán de la convicción y no de la terrible imposición.
Hace seis días celebramos uno de los sucesos más importantes de conquista en el mundo occidental, y sin embargo continuamos obstinados en conquistar intelectual, artística, religiosa, filosófica, económica, militar, y otras tantas categorías que acepten el prefijo mente. ¿Qué nos ha separado de aquellos sucesos? ¿En qué hemos cambiado? ¿Cómo hemos evolucionado, avanzado? Únicamente en la sofisticación de nuestro actuar, dejamos las formas burdas y violentas, atroces... o al menos creemos haberlo hecho, aunque se sigan presentando eventos tan humillantes y denigrantes, de humanos para humanos.